“¿Quién sostiene a los jubilados?” por Rafael Rofman

En el breve lapso de una década, la tasa de fecundidad cayó 40%. Este veloz cambio demográfico eleva la presión sobre el sistema previsional, pero también es signo de progreso social y una oportunidad positiva para el sistema educativo.

La dinámica demográfica es como las mareas: suele ser previsible, inevitable y con muy fuertes impactos estructurales, aunque los cambios no se noten demasiado en el corto plazo. Los cambios demográficos afectan el desarrollo económico, la efectividad de las políticas públicas e, indefectiblemente, el bienestar de la población en el mediano y largo plazo. Muchas veces no los vemos venir, por falta de información o porque otros procesos más rápidos y con efectos inmediatos (como las muy frecuentes crisis económicas que tenemos en nuestro país o los cambios políticos) los encubren. Pero, al final del día, la demografía siempre gana.

Desde hace más de 200 años, la población mundial entró en un ciclo de transición que implica muchos cambios, como una enorme caída en la mortalidad (hoy vivimos en promedio el doble que hace un siglo) y un descenso aún más fuerte de la fecundidad (el número de hijos por mujer bajó de cerca de siete a alrededor de dos). Estos cambios son positivos: implican desarrollo económico, avances en materia de equidad de género y mejor calidad de vida. Pero, al mismo tiempo, implican que la edad promedio de la población aumente, la forma cómo se organizan familias y comunidades cambie y que las instituciones públicas diseñadas hace 50 o 100 años deban adaptarse a nuevas realidades. Podemos (y en muchos casos lo hacemos) ignorar estos procesos; lo que no podemos es detenerlos y suponer que no tienen consecuencias.

Una evolución singular

Argentina tiene una historia demográfica bastante particular. La mortalidad evolucionó como sería esperable, con un lento –aunque sostenido– aumento en la expectativa de vida, resultado de mejoras en todas las edades. Pero la historia de nuestra fecundidad es más complicada. A principios del siglo XX, la tasa global, que es el indicador que habitualmente usamos, estaba en torno a 7. O sea, se esperaba que cada mujer argentina tuviera –en promedio– 7 hijos. Este valor era muy parecido al que se veía en otras sociedades en las que aún no había comenzado la transición demográfica; de acuerdo a muchos estudios, refleja aproximadamente lo que ocurrió a lo largo de la historia de la humanidad.

Sin embargo, en la primera mitad del siglo pasado se inició en Argentina un proceso de descenso muy rápido de la fecundidad. Hacia 1950, esta tasa había caído a cerca de la mitad, acercándonos a los valores observados en países más desarrollados y ubicando a nuestro país (junto con Uruguay) al frente de la región. La explicación parece bastante sencilla: la masiva inmigración europea trajo pautas culturales, valores sobre las familias y prácticas que llevaron a estos rápidos cambios.

A pesar de ello, en las siguientes décadas la evolución de la fecundidad fue mucho más lenta de lo esperable: la tasa global apenas descendió 0,8 puntos entre 1950 y 2010, y Argentina quedó debajo del puesto 25 entre 38 países y territorios de América Latina. Los datos eran aún peores entre las mujeres adolescentes. En 1950 se registraban en Argentina cerca de 62 nacimientos cada 1.000 mujeres; 65 años después, en 2014, el indicador no sólo no había disminuido, sino que había aumentado levemente. Estos malos resultados reflejaban crecientes problemas de desigualdad social: las mujeres con más hijos eran las menos educadas, más jóvenes y residentes en provincias más pobres.

Pero algo comenzó a cambiar en 2014. Entre ese año y el 2022 (el último con datos oficiales publicados), la fecundidad bajó más rápidamente que en las seis décadas previas. El total de hijos por mujer cayó casi 40%. La baja más marcada fue entre las mujeres más jóvenes (la fecundidad adolescente cayó 63%) y las menos educadas, lo que parecería estar reduciendo las brechas sociales. Curiosamente, no hay un patrón geográfico claro: las dos provincias que más rápido redujeron su fecundidad son Tierra del Fuego y Jujuy.

Esta baja de la fecundidad fue tan rápida como inesperada, contradiciendo la tradicional predictibilidad de los procesos demográficos. Recién en 2018 empezaron a circular comentarios entre grupos de especialistas tratando de entender los motivos. Hasta hace poco tiempo, muchos seguían dudando sobre si se trataba de un cambio real o de un problema de datos. En todo caso, las causas no son aún del todo claras. En parte parece deberse a un cambio cultural, por el que muchas mujeres (especialmente las más jóvenes) prefieren demorar o disminuir su fecundidad. Estos procesos son siempre muy complejos y es posible que algunas políticas públicas, como la Educación Sexual Integral (ESI), que se comenzó a implementar a mediados de los 2000, hayan contribuido. Otras políticas públicas que pueden explicar parcialmente este cambio son la distribución masiva de un nuevo tipo de anticonceptivo (los implantes subcutáneos) y, en menor grado, el Plan Nacional de Prevención del Embarazo No Intencional en la Adolescencia, que se lanzó en 2018. En cambio, todo indica que la aprobación de la ley de interrupción voluntaria del embarazo, sancionada a fines de 2020, tuvo un efecto menor, dado que la mayor parte de la disminución observada en las tasas ya había ocurrido antes de esa fecha.

Implicancias previsionales

Más allá de las causas inmediatas, es claro que la caída de la fecundidad tuvo un impacto muy positivo en la vida de miles y miles de mujeres. Desde 2022 hubo, cada año, cerca de 75.000 jóvenes menores de 20 años que, en lugar de abandonar (o continuar con dificultades) sus estudios y encontrar más dificultades para comenzar una trayectoria laboral de calidad a causa de un embarazo seguramente no intencional, pudieron acceder a oportunidades de progreso y, adicionalmente, contribuir a una sociedad más próspera.

Aunque la mayoría de las causas de la reducción en la fecundidad –y algunas consecuencias– son positivas (porque se originan en mayor equidad y más acceso a servicios de salud de calidad), también es cierto que se generan desafíos importantes que deben ser considerados. Uno de los principales se refiere al sistema previsional. Frente a un aumento de la población adulta mayor y, eventualmente, una baja de la población en “edades activas”, ¿cómo hacer para financiar jubilaciones dignas? Claramente, necesitamos repensar nuestra política previsional para adaptarla a esta nueva realidad. Tenemos que discutir cuántos recursos dedicaremos a transferir ingresos a los adultos mayores (recordando que los recursos que se usan con este fin no están disponibles para otros, como educación, infraestructura o innovación tecnológica) y debatir seriamente cómo asegurarnos que estos recursos escasos vayan adonde deben ir.

Argentina tiene un sistema previsional con muy buena cobertura (cerca del 95% de los adultos mayores tienen un beneficio), pero muy ineficiente: gastamos parecido a países con el doble de población adulta mayor y gastamos el doble que otros países con una estructura demográfica similar a la nuestra. Esto se explica porque tenemos muchos beneficiarios jóvenes, muchos que cobran más de un beneficio y muchos que cobran beneficios en base a alguna regla excepcional: ¡en Argentina hay más de 200 regímenes de excepción en el sistema previsional!

¿Es posible hacer que el sistema sea más justo y eficiente? Si, pero para ello hay que tomar medidas que pueden ser políticamente difíciles. Por ejemplo, necesitamos eliminar la enorme cantidad de excepciones, que son injustas y encarecen el sistema, asegurar una protección básica universal y reconocer todos los aportes realizados por los trabajadores. Pero, además, necesitamos avanzar en una discusión de fondo: cómo mejorar la productividad. La respuesta de las sociedades más desarrolladas al fenómeno del envejecimiento poblacional es aumentar la productividad para que, aún con menos trabajadores, se siga incrementando la oferta de bienes y servicios. Pero en Argentina el PBI por habitante está estancado desde hace al menos 15 años y la productividad es menor a la de los años 90. En este sentido, el problema es simple: si no hay más riqueza para repartir, no habrá sistema previsional capaz de funcionar en forma razonable.

Aumentar la productividad implica mejorar el capital humano de los trabajadores (es decir, ampliar y mejorar la educación, tanto en relación a la terminalidad como a la calidad y la pertinencia), elevar la tasas de inversión en la economía y promover la adopción de nuevas tecnologías. En las tres dimensiones Argentina muestra malos indicadores desde hace años. El sistema educativo está en crisis, sosteniendo niveles de matrícula que mejoran, pero mucho más lentamente de lo que deberían y con bajos resultados en aprendizaje. La tasa de inversión está muy por debajo de la de los países más desarrollados –e incluso del promedio de la región– y las trabas institucionales y económicas para la adopción de nuevas tecnologías son enormes.

La buena noticia es que la reducción en la fecundidad también genera oportunidades, además del efecto comentado sobre las mujeres adolescentes. Algunas son muy visibles: este año ingresaron a las escuelas primarias de todo el país un 10% menos de niños que en 2020. En 2025 la diferencia será del 15%, en 2026 del 25% y en 2027 llegará al 30%. El mismo efecto ya ocurrió en la educación inicial (4 y 5 años): el serio déficit de oferta educativa se ha reducido rápidamente, y en unos años llegará a las escuelas secundarias.

La oportunidad es clara: por primera vez en la historia argentina, el desafío de las autoridades educativas no es aumentar la disponibilidad de vacantes a la velocidad necesaria para poder incluir a todos los niños y jóvenes. Por el contrario, vamos a tener un exceso de vacantes. Va a ser posible reducir el número de alumnos por grado o curso, algo que distintos estudios han mostrado que mejora el rendimiento, o aprovechar para mejorar la formación docente, tanto la inicial (fortaleciendo la calidad y la exigencia de los institutos de formación, para que se gradúen mejores maestros y maestras) como la continua (por ejemplo, facilitando que un número importante de docentes participen en programas de posgrado de tiempo completo, en forma rotativa). Podemos repensar las estrategias de infraestructura (¿hace falta construir más escuelas o hay que invertir en las que ya existen?), agregar tecnología y recursos en las aulas, todo a costos más accesibles.

Una oportunidad

A medida que la información sobre los cambios en la fecundidad se fue difundiendo, aparecieron notas de opinión, posteos en redes sociales o comentarios en charlas expresando preocupación por lo que esto puede implicar, sin advertir las ventajas y oportunidades mencionadas. En la enorme mayoría de los casos (aunque seguramente no en todos), se trata de observadores que honestamente ven el hecho de que la población no crezca en forma sostenida (o incluso decrezca levemente) como un gran riesgo.

Preguntarse si existe una tasa de crecimiento (e, implícitamente, una tasa de fecundidad y una estructura por edad de la población) “óptima” en términos sociales es legítimo, y no parece haber una respuesta única. La evidencia indica que poblaciones que crecen muy rápidamente enfrentan serios problemas de desarrollo económico y social. Pero una población en rápido decrecimiento se enfrenta a conflictos distributivos, pérdida de productividad en el mediano plazo y, eventualmente, la extinción. En cambio, las poblaciones cuyo tamaño oscila en el equilibrio pueden encontrar oportunidades, invirtiendo sus esfuerzos en aumentar la productividad con perspectivas de desarrollo sostenido en el mediano y largo plazo. Obviamente, la situación de países como Japón (donde la tasa de crecimiento es negativa desde principios de la década pasada) o Corea (donde la tasa de fecundidad ha alcanzado un mínimo de 0,7 hijos por mujer) generan preocupación, pero cabe preguntarse si están marcando el camino que otros seguiremos o si se trata de casos extremos, que se explican por la idiosincrasia de esas sociedades. Por otro lado, la experiencia parece mostrar que las políticas diseñadas para aumentar la fecundidad son poco efectivas y muy costosas; parecería que la mejor estrategia no es intentar revertir la marea, sino aprovecharla y mejorar la capacidad de respuesta de la sociedad a la misma.

La preocupación de muchos observadores se origina en pensar a la sociedad en términos estáticos, sin capacidad de aumentar su productividad y cambiar la forma en que se organiza. El monumental éxito de la humanidad en los últimos 250 años, durante los cuales logró duplicar su expectativa de vida, reducir a mínimos impensables la mortalidad infantil y mejorar las condiciones de vida en la niñez, el acceso a la educación, la salud, la equidad de género y racial y, en términos generales, aumentar en forma exponencial el bienestar de la población, no se debió a que seamos más quienes trabajamos y producimos, sino a que cada uno de los que lo hacemos producimos más y mejores bienes y servicios, generando un círculo virtuoso entre cambio demográfico, progreso social y progreso económico. En las últimas décadas, las mejoras en Argentina han sido poco significativas (y, en algunos aspectos, incluso hemos experimentado retrocesos). Indudablemente, falta un largo camino por recorrer. La caída de la fecundidad representa una oportunidad única para retomar esa dinámica de mejora social y económica, pero debemos aprovecharla. Ojalá así sea.

Rafael Rofman es Investigador principal de Protección Social en CIPPEC.

Fuente: eldiplo.org

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